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25 de julio de 2010

Sonriendo y callando. Aguantando en una palabra. Y ahí está el peligro. En que aguantan, en que están obligados a aguantar. Porque aguatar, usted sabe, es una energía para adentro, una fuerza que tenía que ser centrífuga y usted la tuerce, la da vuelta y la hace centrípeta. Y entonces, claro, el homúnculo hace eso, aguanta, aguanta, aguanta, la prepotencia, el fracaso, la soledad, la postergación, todo lo aguanta. Pero cada cosa que aguanta es una piedra que se echa dentro del espíritu y hace peso. Hasta que un día la capacidad está colmada, y entonces basta un grano de arena, una nimiedad que le exija un nuevo aguante, a lo mejor, a lo mejor usted que lo miró fijo o le negó el saludo, y todo lo que el hombrecito lleva adentro le sale al exterior con la fuerza de un volcán en erupción, lo desfonda, lo da vuelta del derecho al revéz, como a una media, y ocurre una catástrofe: el hombrecito mata, incendia, hace una revolución. La gente se queda atónita: cómo, ¿ese infeliz que no levanta medio palmo del suelo, que nunca dijo esta boca es mía, y ahora? Precisamente, chauchas, ahora. Ahora ha hecho lo que ha hecho porque no levanta medio palmo del suelo y porque nunca pudo decir esta boca es mía. Si por un lado la superficie está demasiado lisa, es porque del otro lado están las costuras y los nudos. Por eso, ojo, ojo con el que tiene atrofias en un sentido, porque seguro que ése carga la romana por otro lado.

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