Sonriendo y callando. Aguantando en una palabra. Y ahí está el  peligro. En que aguantan, en que están obligados a aguantar. Porque  aguatar, usted sabe, es una energía para adentro, una fuerza que tenía  que ser centrífuga y usted la tuerce, la da vuelta y la hace centrípeta.  Y entonces, claro, el homúnculo hace eso, aguanta, aguanta, aguanta, la  prepotencia, el fracaso, la soledad, la postergación, todo lo aguanta.  Pero cada cosa que aguanta es una piedra que se echa dentro del espíritu  y hace peso. Hasta que un día la capacidad está colmada, y entonces  basta un grano de arena, una nimiedad que le exija un nuevo aguante, a  lo mejor, a lo mejor usted que lo miró fijo o le negó el saludo, y todo  lo que el hombrecito lleva adentro le sale al exterior con la fuerza de  un volcán en erupción, lo desfonda, lo da vuelta del derecho al revéz,  como a una media, y ocurre una catástrofe: el hombrecito mata, incendia,  hace una revolución. La gente se queda atónita: cómo, ¿ese infeliz que  no levanta medio palmo del suelo, que nunca dijo esta boca es mía, y  ahora? Precisamente, chauchas, ahora. Ahora ha hecho lo que ha hecho  porque no levanta medio palmo del suelo y porque nunca pudo decir esta  boca es mía. Si por un lado la superficie está demasiado lisa, es porque  del otro lado están las costuras y los nudos. Por eso, ojo, ojo con el  que tiene atrofias en un sentido, porque seguro que ése carga la romana  por otro lado.
 
    
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