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27 de agosto de 2010

Como un rayo, lo hirió bruscamente. De pronto, se realizaba lo que él había estado esperando toda su vida con un estremecimiento de terror. Parecía que a lo largo de su existencia había permanecido suspendida un hacha sobre su cabeza, aguardaba hasta aquel instante, entre sufrimientos increíbles, dispuesto a que el hacha lo golpeara. Y por fin, lo había golpeado. El golpe fue mortal. Quería huir, pero no sabía hacia donde dirigirse. La última esperanza se había desvanecido; se destruyó el último pretexto: el de que la vida había sido para él una carga durante muchos años, el de que la muerte, puesto que él lo creía en su ceguera, debía conducirlo a su resurrección. Ella había muerto. Al cabo estaba solo, nada lo estorbaba ya. ¡Finalmente era libre!... Por última vez, en un acceso de desesperación, había querido juzgarse a sí mismo, condenarse despiadadamente, como un juez equitativo; pero su arco había sido débil y sólo débilmente había podido repetir la última frase musical del genio. En aquel momento la locura que lo acechaba desde hacía diez años lo había atacado irremediablemente...

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